Los adolescentes consumen una gran cantidad de contenidos online, en un momento vital donde se encuentran desarrollando su identidad, valores, sexualidad y preferencias eróticas. La gran pregunta es cómo influye el porno que encuentran en la red en ese desarrollo.
En el debate social, el porno siempre está bajo sospecha. Primero fueron los valores conservadores: demonizaron la pornografía y la presentaron como un producto que destruía la moral y la familia. Matrimonio, abstinencia o caer en la tentación. No había más opción. Después, el impulso hacia la igualdad de género centró la atención en la cosificación y la violencia contra las mujeres. Recientemente, le ha tocado el turno a los jóvenes y adolescentes. Ahora que existe una mayor accesibilidad a internet y que gran parte del proceso de socialización se realiza a través de los dispositivos digitales y las redes sociales, muchas personas se preguntan sobre cómo el porno puede estar influyendo en las creencias sobre el sexo y, en consecuencia, en el comportamiento sexual desde edades muy tempranas.
Según el informe Medición del desarrollo digital: hechos y cifras 2022 de la UIT, tres cuartas partes de la población de 10 años o más posee un teléfono móvil. Se estima que, a nivel mundial, el 75% de las personas de entre 15 y 24 años utilizan internet en 2022, 10 puntos porcentuales más que entre el resto de la población (65%). Si la universalidad se define como más del 95% de uso de Internet, se puede concluir que se ha alcanzado en este grupo de edad y, en concreto, en economías de ingresos medios y altos.
Tanto el género como la edad constituyen variables relevantes cuando se trata de comprender los posibles efectos de la exposición a la pornografía, ya sea de forma deliberada o accidental. Su consumo ha ido en aumento en las últimas décadas, sobre todo en las generaciones más jóvenes. Estudios longitudinales como el de Price et al. (2016) sostienen que se ha incrementado en 16 puntos porcentuales en hombres y 8 puntos porcentuales en mujeres en las décadas de 1970 y 2000.
Los adolescentes consumen una gran cantidad de contenidos en el mundo online. Algunos de ellos acceden, intencionalmente, también a contenidos de carácter pornográfico y otros, en su mayoría, se encuentran expuestos a imágenes (vídeos, fotografías, dibujos) y narrativas audiovisuales (música, publicidad, series) sexualmente explícitas (Flood, 2007; Wen-Hsu et al., 2020). Lo hacen en un momento vital donde se encuentran desarrollando su identidad, valores, sexualidad y preferencias eróticas.
Difícilmente se puede comparar la pornografía en línea con la pornografía de hace cincuenta años, expuesta en las revistas eróticas, una sala X o en VHS. A mediados de la década de 1980 aún era necesario entrar en un videoclub y sobreponerse a la vergüenza para visualizar una película pornográfica. La digitalización de los contenidos ha transformado la accesibilidad, el alcance de la industria pornográfica y los hábitos de ocio y consumo. Pero la cuestión no está solamente en que los jóvenes puedan acceder muy fácilmente y de forma gratuita a un contenido que puede ser inapropiado.
La adopción de las redes sociales como una forma de vida y el desarrollo de las tecnologías móviles posibilitan que los jóvenes generen y difundan sus propias narrativas pornográficas. La curiosidad sexual es una característica de esta etapa y no debería sorprender que los jóvenes sean receptivos a estas imágenes y quieran además experimentar con ellas (Braun-Courville y Rojas 2009; Neinstein 2008). Obviamente, esta forma de comunicación, es decir, el uso de la autorrepresentación visual de carácter erótico en el mundo digital, plantea varios interrogantes sobre la dinámica entre público-privado y autenticidad-teatralización: ¿cómo se representa el yo en línea? ¿Coincide con la expresión del yo en el mundo no virtual? ¿Qué impacto tiene en la salud mental y en su desarrollo que sean los jóvenes quienes de forma no coercitiva estén creando su propia pornografía? ¿Se fomenta así su autonomía sexual o su hipersexualización?
Las principales motivaciones para buscar material sexualmente explícito en internet son: satisfacer la curiosidad, obtener información sobre prácticas eróticas y buscar estímulos para la excitación sexual y la masturbación (Bragg 2006; Kubicek et al. 2010; Horvath et al. 2013; Albury 2014). También podemos encontrar otras razones como el consumo de dicho material para cumplir con las expectativas normativas de género y como modo de «alfabetización» para luego dar a conocer al grupo de iguales el conocimiento sexual (Allen, 2011). Recientemente, algunos estudios han explorado la relación entre consumo de pornografía en el contexto de la pandemia de covid-19, identificando que las motivaciones de regulación del aburrimiento, el estrés y la excitación sexual eran las más frecuentes (Maes y Vandenbosch, 2022).
Como se puede observar, el uso de pornografía no se reduce a una actividad exclusivamente recreativa. Los jóvenes y adolescentes aprenden conductas sexuales y establecen una normalización erótica teniendo como referente la pornografía. Por ejemplo, muchos buscan lo que puede ser anatómicamente posible y se preguntan por qué a determinadas personas les puede gustar tal práctica erótica. ¿Es por libre elección? ¿O fueron obligadas? ¿Seré un bicho raro si no me gusta eso, si no me excito cuando alguien que me atrae me hace tal cosa? ¿Lo que se ve en el porno sucede realmente o luego fue editado? La duda, la fascinación, la curiosidad y la repulsión son reacciones que no pueden disociarse cuando hablamos de pornografía y juventud.
La exposición de los nativos digitales al material sexualmente explícito se ha dado tan deprisa que es difícil medir científicamente sus efectos, sobre todo a largo plazo. Si bien quedan muchas preguntas por responder con respecto al grado de influencia de la pornografía en el comportamiento sexual, la literatura científica ya perfila algunas relaciones.
Dado que los jóvenes pueden carecer de educación sexual de calidad y de una experiencia de la vida real para comprender el contenido sexualmente explícito en perspectiva, pueden adoptar actitudes y expectativas poco realistas sobre el comportamiento sexual (Ward 2003; Braun-Courville y Rojas 2009). El uso de la pornografía se ha asociado con actitudes sexuales más permisivas, con creencias sexuales estereotipadas sobre el género, con una mayor disposición al sexo casual y más experiencias de violencia sexual, tanto en términos de perpetración como de victimización (Peter y Valkenburg, 2016).
Algunos estudios apuntan que la visualización excesiva puede provocar un efecto de habituación o desensibilización, reforzar los estereotipos sexuales (Duquet, 2013) e influir negativamente en el autoconcepto, la imagen corporal y la sensación de capacidad sexual, tanto en mujeres como en varones (Marzano y Rozier, 2005; Fitzpatrick 2007; Owens et al., 2012). Otras investigaciones han asociado el consumo de pornografía con una actitud negativa hacia el uso del condón (Wingood et al. 2001). No obstante, este último hallazgo es cuestionado en otros estudios (Braun-Courville y Rojas, 2009; Ybarra, Strasburger y Mitchell, 2014).
Por otro lado, la relación entre consumo de pornografía y la agresión sexual ha sido ampliamente investigada. Aunque el consumo de pornografía violenta es poco habitual (Ybarra et al., 2011; Baer et al., 2015 y Shor y Seida, 2019), se puede hablar de una asociación confiable entre el uso frecuente de este tipo de pornografía y los comportamientos sexualmente agresivos. En concreto, el consumo de pornografía violenta y la agresión sexual se asocia con hombres que presentan un alto riesgo de agresión sexual (Malamuth et al., 2012; Wright et al., 2016; Malamuth, 2018).
En el caso de los hombres jóvenes, también encontramos una base de evidencia creciente entre ver pornografía y el comportamiento sexual violento o abusivo (Stanley et al., 2018; Huntington, Pearlman y Orchowski, 2022). Estos resultados muestran como las diferencias individuales, por ejemplo, las características de personalidad, son cruciales para determinar si el consumo de pornografía y/o de pornografía violenta puede o no conducir a situaciones de violencia sexual (Malamuth y Hupin, 2005).
El uso excesivo y problemático de la pornografía (también denominado como «adicción al porno» o «adicción al cibersexo») constituye otra de las preocupaciones sociales más comunes con respecto a los posibles efectos del porno (Wéry y Billieux, 2017). La adicción al cibersexo se define como un «patrón de mala adaptación del comportamiento sexual en línea, que conduce a un deterioro o angustia clínicamente significativos» (Dhuffar y Griffiths, 2015). Aunque el diagnóstico para esta condición clínica es a día de hoy controvertido, algunos modelos proponen los siguientes criterios para hablar de adicción a la pornografía: tiempo/esfuerzo excesivo dedicado a la búsqueda de material pornográfico; deterioro del autocontrol; incumplimiento de las responsabilidades familiares, sociales o laborales; y persistencia de dicha conducta sexual a pesar de sus consecuencias (Wéry y Billieux, 2017).
La prevalencia de esta condición clínica en consumidores de pornografía parece bastante baja, algunos estudios estiman que oscila entre el 0,8 y el 8% (Ballester-Arnal et al., 2016; Bőthe et al., 2020). No obstante, las investigaciones al respecto son todavía escasas y apenas han profundizado en poblaciones específicas como los adolescentes (Ballester-Arnal et al., 2022).
Aunque los posibles efectos negativos puedan incentivar la batalla moral y política de nuestros tiempos, también es importante resaltar que los efectos del consumo de pornografía pueden ser positivos y neutros. El consumo de pornografía también se ha relacionado con la experimentación del placer sexual (Peter y Valkenburg, 2016), el incremento de conocimientos técnicos sobre la sexualidad (Litsou et al., 2021) y el aumento de la autoestima y la satisfacción sexual (Prause, Moholy y Staley, 2014; Kvalem et al., 2014). Estos hallazgos sobre los efectos del consumo de pornografía sugieren que censurar la pornografía privaría a los jóvenes de algunos beneficios. Quizá la responsabilidad colectiva no esté en pedir que el porno sea más educativo (dado que su función no es hacer pedagogía) sino en fomentar una educación sexual que integre a la comunidad y no descuide a la población más vulnerable.