Brillantes de noche, radioactivas todo el día: la lucha obrera de las chicas del Radio

Imatge
Àmbits de Treball

El arti­culo origi­nal esta publi­cado en el diario.es  redac­tado por  Mónica Zas Marcos  

Era lo más cerca que Kathe­rine Schaub iba a estar nunca del «sol líquido», como se refe­rían al Radio en los años 20. Las mucha­chas de clase obrera como ella no podían permi­tirse los dentí­fri­cos mezcla­dos con el elemento mila­groso que garan­ti­zaba una sonrisa perlada ni los tóni­cos de reju­ve­ne­ci­mi­ento, aunque esto aún no lo nece­si­taba porque solo tenía 15 años. Su única opción era mani­pu­larlo en una fábrica de relo­jes de lujo en Newark, Nueva Jersey.

Las chicas como Schaub se enro­la­ban con entu­si­asmo porque, además de pintar las mane­ci­llas de los relo­jes, manda­ban piezas lumi­no­sas a la guerra en Europa y decían que así apor­ta­ban su «granito de arena». Pero lo cierto es que las más rápi­das tenían mejor sueldo que sus padres y además el polvo brillante les hacía pare­cer ánge­les de otro mundo. «El trabajo de élite para las pobres chicas traba­ja­do­ras». Al menos hasta que empe­za­ron los leta­les efec­tos secun­da­rios.

 

PORTADA

 

Las chicas del Radio (Capitán Swing) rescata la inves­ti­ga­ción de Kate Moore sobre las muje­res que muri­e­ron into­xi­ca­das por radi­a­ción en los años 20 en Esta­dos Unidos.

La fiebre por el elemento que había descu­bi­erto Marie Curie a prin­ci­pios del siglo XX se conta­gió sin freno en la indus­tria cosmé­tica, en los centros de salud, en el ocio y en la deco­ra­ción. Todos querían su trozo del pastel y lo anun­ci­a­ban con bombo y plati­llo en la etiqueta de cual­quier producto, aunque tuvi­ese tanto radio como pelo de unicor­nio.

Curie lo descri­bía como una "luz que pare­cía suspen­dida en la negrura. Siem­pre nos sorpren­día con nuevas emoci­o­nes, con su hechizo". Fue su hija quien, años después, eliminó la épica de la ecua­ción y deta­lló sus efec­tos tal y como se obser­va­ban en el labo­ra­to­rio. «Dejaba una impre­sión sobre las placas fotográ­fi­cas. Corroía el papel y el tejido de algo­dón con el que se envol­vía: lo dejaba todo redu­cido a polvo. ¿Había algo que no pudi­era hacer?», clamó Hebe Curie. 

Pero las adver­ten­cias de Hebe llega­ron tarde para las chicas del radio: adoles­cen­tes con las manos pequeñas y ágiles que enfer­ma­ron de anemias, neopla­sias, necro­sis de los huesos y una degra­da­ción bucal que más tarde sería cono­cida como "mandí­bula de radio".

Kate Moore descu­brió esta histo­ria mien­tras diri­gía en Londres una drama­ti­za­ción sobre los pinto­res de esfe­ras de reloj de Ottawa llamada These Shining Lives. Al ver que no exis­tía ningún libro que se centrara en la expe­ri­en­cia de ellas, comenzó una inves­ti­ga­ción por toda Norte­a­mé­rica que le llevó de Nueva Jersey hasta Nueva York, Washing­ton, Chicago o Illi­nois entre otros esta­dos. Moore visitó los hoga­res de estas muje­res, a sus fami­lias y sus tumbas, sus ofici­nas y talle­res, y dedicó el libro a Grace, Mollie, Kathe­rine y otras pinto­ras de esfe­ras que «lucha­ron por la justi­cia y paga­ron con sus vidas».

Muestra de "la mandíbula del radio"

Mues­tra de «la mandí­bula del radio»

 

Las leta­les «chupa­di­tas»

«Mi preci­oso radio», lo llamaba con cariño Marie Curie, quien estuvo años expu­esta sin protec­ción a las radi­a­ci­o­nes de estas sustan­cias cance­rí­ge­nas que final­mente la  mata­ron de una anemia aplá­sica. Mien­tras inves­ti­gaba las propi­e­da­des cura­ti­vas, el inven­tor William J. Hammer tomó una mues­tra atra­ído por su deste­llo verdoso. Y su ojo no le engañó, pues el radio combi­nado con pega­mento y sulfuro de zinc formaba  una sustan­cia que brillaba en la oscu­ri­dad y que pronto resultó de una gran utili­dad indus­trial.

Además de para faci­li­tar la visión de los apara­tos en la noche, se decía que tenía la capa­ci­dad de «hacer jóve­nes a los viejos». Las aguas con radio no esta­ban al alcance de cual­qui­era, pero sí sus apli­ca­ci­o­nes cosmé­ti­cas, incluso las más espontá­neas. Las chicas que traba­ja­ban en la United States Radium Corpo­ra­tion iban a la fábrica con sus mejo­res galas porque, al quedar cubi­er­tas de polvo, brilla­ban en los salo­nes de baile noctur­nos. También se lo espar­cían por los dien­tes. Las llama­ban «las chicas fantasma». 

Pero lo peor no fue eso, sino cuando lo inge­rían a palo seco durante sus jorna­das labo­ra­les. Usaban un pincel muy fino de pelo de came­llo para pintar las mane­ci­llas y, cuando las cerdas se sepa­ra­ban, las chupa­ban para no salirse nunca de la línea de la esfera. El radio era un mate­rial prohi­bi­tivo y cada desper­di­cio les podía acar­rear una buena bronca o el despido inme­di­ato. Con cada chupada, un poco de veneno entraba direc­ta­mente a su orga­nismo.

Pintora en la fábrica de relojes USRC

Pintora en la fábrica de relo­jes USRC

 

La primera en notar las conse­cu­en­cias fue Mollie Maggia, de 24 años, a partir de un dolor de muelas leve. El problema fue cuando el calva­rio se mantuvo tras extir­par los dien­tes. De los huecos en las encías «surgi­e­ron unas úlce­ras como flores negras, con partes rojas y amari­llas debido al sangre y al pus». En poco tiempo, la infec­ción se le exten­dió por la garganta, el pala­dar y el oído, hasta que un médico descu­brió horro­ri­zado que la mandí­bula de Mollie se resque­bra­jaba entre sus dedos durante una deli­cada obser­va­ción.

Cuando murió en 1922, le diag­nos­ti­ca­ron erró­ne­a­mente de sífi­lis. A la empresa no le inter­e­saba romper sus contra­tos mili­ta­res con el Gobi­erno, así que prefi­rió lanzar inju­rias sobre la vida sexual de sus emple­a­das. Aunque por ese enton­ces, otras chicas del radio -extra­ba­ja­do­ras inclui­das- ya tenían proble­mas con sus mandí­bu­las y pies. La cajera de banco Grace Fryer, por ejem­plo, comenzó a perder piezas denta­les y a presen­tar degra­da­ción ósea en la mandí­bula. Sus médi­cos no sabían a qué atenerse, pero ella sí: había sido colega de Mollie en la USRC. 

Brillan­tes por fuera y por dentro

Fryer se deci­dió a buscar a anti­guas compañe­ras para iniciar una demanda, aunque le costó años dar con un grupo nume­roso y un abogado dispu­esto a repre­sen­tar­las ante la multi­mi­llo­na­ria compañía. Aún así, el caso llegó a los peri­ó­di­cos y, a pesar de los inten­tos de encu­brir la rela­ción entre las muer­tes y la into­xi­ca­ción por radio de la USRC, la demanda llegó a juicio.

En 1927 más de 50 chicas habían muerto. «De hecho, hubo que espe­rar a que el primer emple­ado varón de la empresa de radio muri­era para que los exper­tos final­mente se hici­e­ran cargo», explica Moore.

Recorte de periódico de la lucha de las 'Radium Girls'

Recorte de peri­ó­dico de la lucha de las 'Radium Girls’

 

Las Radium Girls, como las bautizó la prensa, copa­ban la primera plana y capta­ron la aten­ción de todo el país. «Por enton­ces, sin embargo, el tiempo se estaba acabando: a las muje­res les habían dicho que apenas les queda­ban cuatro meses de vida y la empresa pare­cía dispu­esta a retra­sar los proce­di­mi­en­tos lega­les». La misma Marie Curie envió una carta a las chicas del radio brindán­do­les su ayuda y asegu­rando que era impo­si­ble destruir la sustan­cia una vez estu­vi­ese dentro del cuerpo.

Fue un proceso largo y traumá­tico en el que muchas se queda­ron por el camino e incluso tuvi­e­ron que ver cómo exhu­ma­ban los restos de Mollie Maggia. Al final, el caso de las chicas del radio fue uno de los prime­ros en los que una empresa fue decla­rada respon­sa­ble de la salud de sus emple­a­dos. «Llevó a la crea­ción de normas que salva­ron vidas y, en última instan­cia, al esta­ble­ci­mi­ento de la Admi­nis­tra­ción de Segu­ri­dad y Salud Ocupa­ci­o­nal», cuenta la escri­tora en su ensayo.

Muchas de estas muje­res pele­a­ron desde su lecho de muerte, con enor­mes tumo­res en las cade­ras y los pies, las bocas desden­ta­das y los huesos frági­les como el cris­tal. Lo hici­e­ron sabi­endo que la justi­cia llegaba tarde para ellas, pero había espe­ranza para todas las demás. Brilla­ban por dentro por culpa del radio, pero mucho más por fuera, ilumi­nando un pedazo de Histo­ria que nunca les atri­buye­ron como mere­cían. Es el momento de honrar a «las chicas fantasma».