Nunca más me permitiré amar un trabajo: Anna Wiener y otras renegadas de Silicon Valley alzan la voz

Un grupo de escri­to­ras lidera la rebe­lión contra la supu­esta utopía de progreso en la cultura labo­ral fomen­tada desde los gigan­tes tecno­ló­gi­cos. Una revo­lu­ción que ha expor­tado y estan­da­ri­zado un imagi­na­rio de falsos idea­les, miso­gi­nia y jorna­das eter­nas que anulan la vida privada.

 

Me estaba vendi­endo. En reali­dad no pres­taba aten­ción: quie­nes enten­dían mejor nues­tro momento cultu­ral ya veían que venderse –los cargos, las soci­e­da­des, los patro­ci­ni­os– pronto se conver­ti­ría en la gran aspi­ra­ción de nues­tra gene­ra­ción, en la mejor forma que te paga­ran
Anna Wiener, Valle inqui­e­tante

« ¿Cuán­tas pelo­tas de ping pong caben en un avión? ». « ¿Cuán­tos metros cuadra­dos de pizza se comen anual­mente en EE UU? ». Más que una selec­ción de perso­nal efici­ente, en Sili­con Valley las entre­vis­tas de trabajo son como una nova­tada ritual repleta de pregun­tas tram­po­sas e infan­ti­les. Las de Anna Wiener, una ex correc­tora de estilo gradu­ada en Soci­o­lo­gía que llegó en 2013 a San Fran­cisco harta de no llegar a fin de mes y de beber para quejarse por un futuro sin certe­zas en el mundo edito­rial de Nueva York, no fueron la excep­ción: « ¿Cómo calcu­la­rías cuánta gente trabaja para el Servi­cio de Correos de Esta­dos Unidos? ». « ¿Cómo le descri­bi­rías inter­net a un gran­jero medi­e­val? ». Aque­llas dudas poco tenían que ver con el puesto de aten­ción al cliente en un app de análi­sis de datos por el que se postu­laba y por el que paga­ban 65.000 dóla­res inici­a­les –más del doble de lo que ganaba como free­lance edito­ra–, pero Anna se hizo con el trabajo y no fue, preci­sa­mente, por el inge­nio de sus respu­es­tas. Simple­mente sacó un 10 en un examen de ingreso a Dere­cho que le pasó el cofun­da­dor de la app en su entre­vista. A los jefes les hizo gracia que lo contes­tara todo bien. Otra nova­tada más.

« En la histo­ria de cómo entré en el sector saltaba a la vista un defecto de carác­ter mío: siem­pre había respon­dido bien a que me trata­ran mal », escribe Wiener en Valle Inqui­e­tante, las memo­rias de sus cuatro años como traba­ja­dora en la bahía tecno­ló­gica que edita ahora Libros del Aste­roide con traduc­ción de Javier Calvo. Un inter­e­san­tí­simo tomo que sirve como manual para no inici­a­dos en la broto­pia de San Fran­cisco –así se conoce popu­lar­mente a la utopía mascu­lina, liber­ta­ria y eminen­te­mente misó­gina de Sili­con Valley–, para desmon­tar el mito del empren­de­dor en el garaje y enten­der cómo unos críos recién sali­dos de univer­si­da­des de élite aque­ja­dos por la fiebre del oro tecno­ló­gico y sin haber traba­jado en su vida han conse­guido en pocos años arrui­nar la cultura labo­ral tal y como lo cono­cí­a­mos. Jefes que aspi­ran a hacerse asque­ro­sa­mente ricos lo más rápido posi­ble, con inver­si­o­nes millo­na­rias e inyec­ci­o­nes de capi­tal a los 22 años. CEOs que predi­can que hay que « Entre­garse a la Causa » –sí, en mayús­cu­las–, que animan a sus emple­a­dos a leer manu­a­les béli­cos, que predi­can que su enemigo es « la compla­ci­en­cia », que urgen a sus emple­a­dos a « apro­pi­arse de las cosas » y a tener como mantra « Es mejor pedir perdón que tener que pedir permiso ». Jóve­nes enfer­mos de ambi­ción cuya carrera nunca se verá entor­pe­cida pese a hacer quebrar apps inúti­les una y otra vez y tener que « pivo­tar » hacia nuevas ideas –léase pivo­tar como eufe­mismo de fraca­so–. Críos que juegan a ser dioses y que nunca correrán ningún peli­gro porque, como compru­eba la autora una y otra vez, « su comu­ni­dad siem­pre será la comu­ni­dad empre­sa­rial ».

Wiener, que dejó el nego­cio y ahora escribe sobre tecno­lo­gía para el New Yorker, retrata a una cultura gran­di­lo­cu­ente huér­fana de comi­tés de empresa o gene­o­lo­gía sindi­cal donde se ejecu­tan « las técni­cas de capta­ción de las sectas » para que sus contra­ta­dos se olvi­den de su vida perso­nal. Ofici­nas diáfa­nas en las que se manti­ene el silen­cio mien­tras todos chatean tecle­ando jajas desde su orde­na­dor. Emple­a­dos a los que la compañía mima con cuen­ta­pa­sos de regalo porque « los traba­ja­do­res en buena forma eran los más feli­ces y los que menos dinero costaba asegu­rar ». Espa­cios con neve­ras a rebo­sar de alimen­tos caló­ri­cos de grati­fi­ca­ción instantá­nea y de bebi­das ener­gé­ti­cas para rendir más. En un mundo en el que ya no se habla de fábri­cas, sino de « parques tecno­ló­gi­cos » para ludi­fi­car y envol­ver de falsa jovi­a­li­dad a la expe­ri­en­cia labo­ral, poco importa cuán­tos cadá­ve­res de traba­ja­do­res se quedan por el camino en ese rastro de revo­lu­ci­o­nes falli­das. Esos jefes que apues­tan por produ­cir sufri­mi­ento sobre su equipo como incen­tivo de la produc­ti­vi­dad siem­pre podrán recur­rir a otro inver­sor para montar otra app más que cambi­ará el mundo y reclu­tar a nuevos aspi­ran­tes a genio preguntán­do­les sin sonro­jarse: « Si fueras un super­hé­roe, ¿cuál sería tu super­po­der? ».

En ese mundo en el que las empre­sas no quie­bran, se mueren y en el que no se compite porque se está perpe­tu­a­mente « en estado de guerra », Wiener aplica una mirada de foras­tera fasci­nada en un prin­ci­pio por la « mascu­li­ni­dad hete­ro­se­xual, insulsa y repri­mida » que domina la indus­tria. « Hablar de nego­cios era, para los hombres, hablar de sus senti­mi­en­tos », escribe. En un libro divi­dido en dos partes (Incen­ti­vos y Escala), la autora pasa de una admi­ra­ción inicial por la ambi­ción de esos « hombres que mante­nían rela­ci­o­nes senti­men­ta­les esta­bles con muje­res hiper­pro­duc­ti­vas, muje­res de pelo esplén­dido con quie­nes hacían ejer­ci­cio y compar­tían comi­das en restau­ran­tes que reque­rían reserva » a un descré­dito y desa­fec­ción. De querer enca­jar en una oficina en la que solo hay tres muje­res más, de imitar sus esti­los musi­ca­les (« escu­chaba EDM y me procu­raba deli­rios de gran­deza: la música del ajetreo las vein­ti­cu­a­tro horas, la música de venderse con orgu­llo, ¿era así como se sentía un hombre? »), de copiar ese pecu­liar estilo montañero, ese afán por vestirse como para esca­lar Everest con forros pora­les y botas austra­li­a­nas pese a pasarse el día sentado frente a una panta­lla… a conver­tirse en la « femi­nista agua­fi­es­tas » del lugar. « El sexismo, la miso­gi­nia y la cosi­fi­ca­ción no defi­nían el lugar de trabajo, pero esta­ban en todas partes », apunta en un texto donde describe varias episo­dios de acoso sobre ella y otras compañe­ras. « Cuando enten­día mejor el interés que había en la indus­tria por promo­ci­o­nar  a las muje­res dentro del sector tecno­ló­gico –si no en la jerar­quía, sí al menos en los mate­ri­a­les de marke­ting de la empre­sa– me permití pensar que quizás yo fuera más impor­tante por razo­nes esté­ti­cas que por resul­tar crucial por el nego­cio », escribe sobre su primer trabajo, la app que se vendió como el « Netflix para libros » (Oyster) en la que era la única traba­ja­dora y que, como otra más, terminó fraca­sando.